Palabras, palabras…

No te ama más el que dice que te ama, ni te ama menos el que se queda en silencio. A veces es mejor no decir nada y hacer las cosas, en vez de decir mucho y no hacer nada. Como dirían algunos (si no todos): una imagen vale más que mil palabras (si no todas). Verbalizar lo que crees sentir solo puede darte la certeza de que luego de algún tiempo, finalmente, las palabras habrán tocado a su destinatario y las recitará tan bien como se las enseñaste, y cuando haya llegado el momento de ponerle punto final -no eres tú, soy yo-, saldrá a relucir merecidamente el reclamo de aquello que tantas veces repetiste sin siquiera detenerte a pensar lo que vomitabas con harto empeño. Así son las palabras. Engañan hasta al más sabio; abandonan hasta al más enamorado. Todos deberían saberlo. Las palabras tienen fecha de vencimiento no explícito pero, sobre todo, tienen ese “algo” que hace que, lo que es hoy, ya no sea mañana.

Palabras. Ya te acostumbraste. Así eres. Te postras ante ellas, cedes a sus encantos. Brotan de tu boca del mismo modo que respiras. Las avientas para que alguien las coja; para que alguien las guarde como tesoros y hasta quizás algunas noches le sirvan de consuelo con la esperanza de que, por lo menos, haya algo en qué creer al día siguiente. Algo por qué  perseverar y seguir teniendo fe. Entonces puede que tal vez sirvan. Sirvan como sirve una mentira para huir por un instante; para zafar de un problema, para decir que amas, cuando solo quieres y en verdad no sabes qué es lo que sientes y más aún, para hacer promesas sabiendo que no es necesario deshacerlas, sino simplemente olvidarlas y decir, si te preguntan, que no las recuerdas, que nunca las dijiste o que eras muy ingenuo en aquel tiempo.

Por eso tú, que te esmeras en jurar y re-jurarle a quien te acompaña que eso que tienen es especial y para siempre (como muchos), ten en cuenta que puede que algún día -no lo quiera nadie, claro está-, te verás en el aprieto de aceptar que te habías equivocado, que no era amor, sino otra cosa. Un capricho, un gusto que se prestó a la confusión. Cualquier excusa será buena –si es que acaso hay algo bueno en todo esto- para lavarte las manos, y tendrás que hacer nuevamente gala de las palabras para explicar lo inexplicable. Para no lastimar a nadie. Será más difícil encontrarlas, porque si bien antes se te mostraban claras, aunque inciertas, ahora se esconderán y te dejarán solo. Inténtalo. Dile a tu ex enamorada que la dejaste de querer porque te aburría, porque no te llenaba, o pregúntale si es que acaso dejó de quererte porque no veía en ti algún futuro prometedor. Pregunta. No tengas miedo, porque las palabras fueron hechas para maquillar la verdad: la mayoría de veces no sabrás lo que pasó en realidad o ella ya se habrá olvidado.

Por eso las escribo, para no olvidarlas; para decirme tal vez a mí mismo que deje de creer, aunque sepa que es imposible desprenderme de ellas. Porque si acaso, cuando me toque a mí estar en una de esas situaciones, entienda que debo simplemente dejar que fluyan, y porque, para vivir en un mundo de locos, es necesario dejar de pensar tanto las cosas y simplemente dejarse arrastrar por la corriente.

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